- ¿Hay un lugar para mí dentro de ti, Mundo?
- No, tú sola deberás hacerte con uno.
Escuchaba el silencio en sus pocos ratos libres. Abrazaba la distancia aunque no fuese mucha. Paraba los relojes y los hacía andar a los pocos minutos. Dejó de nadar contra la corriente para dejarse arrastrar por la marea de sus sueños. En realidad, dejó de sobrevivir para empezar a vivir. Se arrancó la venda de los ojos, se sacudió el polvo de los zapatos y salió de su acogedora cueva para conocer. Se acostumbró al hueco vacío de la cama y dejó de echar de menos de una vez por todas. Comenzó a disfrutar más de la compañía de quién la hacía sonreír y dejó de lamentar sus ausencias. Volvía a controlar la situación que se le escapó tiempo atrás. Se mantenía ocupada para no pensar en los poemas de amor que se le venían a la mente cada vez que recordaba su sonrisa. Sonreía porque solo veía lo bueno, porque se obligaba a ello. Porque se había prometido no enamorarse. Porque quería un romance sin amor, confianza, libertad sin fianza. Ese era su ideal, su idea de felicidad. Estar con una persona sin que los celos la matasen, sin cuentas que rendir.
Una balanza desequilibrada con mucho a favor y nada en contra. Soñaba despierta que dormía por las noches. Cantaba los días de lluvia. Pintaba cuadros en los cristales llenos de vaho y escribía cuentos en los márgenes de las libretas.
Se acordaba de él a todas horas. Tomaba café antes de dormir. Se prometió disfrutar de las buenas rachas tanto como le fuera posible, y abusar de su buena suerte hasta que se agotara. Se juró buscar siempre el lado bueno y superar las malas rachas.
Seguía ahogándose en sus propios complejos, y calculando cada paso que daba. Quizá nunca conocería lo que se siente cuando arriesgas, cuando te dejas llevar sin planificarlo todo. Pero le iba bien y eso bastaba.
Y que mientan los poetas cuando hablen del amor.